En la ribera sur que hay al otro lado del mismo Mare Nostrum en el que nos bañamos todos los veranos, las masas urbanas y los universitarios en paro de los países árabes nos están dando una lección de civismo, al arriesgar su integridad física reclamando libertad, derechos, democracia y lucha contra la corrupción. Lo cual nos llena de orgullo a los europeos, por cuanto tiene de reconocimiento de la superior legitimidad de nuestros sistemas políticos por parte de nuestros ancestrales adversarios históricos (desde la expansión del islam y las Cruzadas hasta el demasiado reciente colonialismo).
Pero si contemplamos la cuestión con mayor distanciamiento crítico, prescindiendo de prejuicios etnocéntricos, deberemos reconocer que nuestro complejo de superioridad parece del todo desenfocado. ¿Seguro que nuestras decadentes democracias son éticamente superiores a sus cleptocracias autoritarias? Pero entonces, ¿por qué las hemos venido apoyando, y continuaremos haciéndolo con las dictaduras que sobrevivan, pese a cuanto ahora digamos con cínica hipocresía? ¿No será que en el fondo nuestros sistemas son demasiado parecidos a los suyos, por impecablemente democrática que sea nuestra fachada jurídica? Al plantear esa inquietante posibilidad cabe llegar a una desalentadora sospecha, y es que los manifestantes árabes quizá estén pecando de ingenuos, si piensan que la democracia de estilo europeo les va a redimir y salvar de su actual desesperación política.
Es posible que mis sospechas sean demasiado exageradas, pues lo que parece seguro es que la juventud árabe envidia desde luego todas nuestras libertades. Ahora bien, aquí también podríamos decir como Lenin: ¿libertad para qué? Es verdad que nuestros universitarios están casi tan desempleados como los suyos, y si quieren medrar también tienen que emigrar a Reino Unido (los médicos) o a Alemania (los ingenieros). Pero al menos, nuestros jóvenes gozan de toda clase de libertades. Una libertad que no invierten en masivas manifestaciones para reclamar el fin de la corrupción y la reforma del injusto sistema político, como hacen los jóvenes árabes, sino que la gastan en masivos botellones (¡incluso en el Paraninfo de la Universidad Complutense!) o masivas descargas ilegales de música y cine gratuitos, mientras esperan sine die que sus familias o las autoridades les busquen empleo fijo. Ya sé que estoy cayendo en la demagogia, pero es que hay cosas indignantes. Y para evitar la caída en estas comparaciones odiosas, tratemos de hacer otras que resulten más justas.
La comparación entre los sistemas sociales del norte y del sur del Mediterráneo arroja abismales diferencias tanto demográficas (género, familia y estructura de la población) como económicas (estructura productiva y distribución de la renta) y educativas (alfabetización, escolarización, secularización). Pero en materia de sistemas políticos las semejanzas subterráneas son demasiado insidiosas como para pasarlas por alto. La única diferencia, aunque muy significativa, es el grado de limpieza, pluralismo y libertad de las elecciones presidenciales y legislativas. Al norte del Mediterráneo hay auténtica incertidumbre electoral, pues nunca se sabe quién va a ocupar el poder tras vencer en los comicios. Mientras que en el sur, en cambio, las elecciones están amañadas y no alteran el acceso al poder (exactamente igual que en la Restauración de Cánovas de hace un siglo, que tanto enorgullece a la derecha española). De ahí que, con arreglo a la definición minimalista (o electoral) de la democracia, podamos decir que nuestros sistemas son plenamente democráticos y los del Magreb no lo son.
Pero en todo lo demás, y sobre todo por cuanto afecta al ejercicio ordinario del poder efectivo, nuestros sistemas políticos son demasiado parecidos. Solo citaré cinco rasgos análogos: 1) la población no se siente en absoluto representada por una clase política que se comporta como una casta predatoria o parasitaria; 2) el poder siempre se ejerce en beneficio privado de sus redes clientelares con excluyente sectarismo; 3) los niveles de flagrante corrupción política son ciertamente escandalosos dada su patente impunidad; 4) no existe imperio de la ley ni cultura de la legalidad porque la justicia está politizada y subordinada al poder político; y 5) las instituciones carecen de autoridad legítima porque el poder siempre está personalizado a escala tanto estatal (presidencialismo) como local (caciquismo). Y para advertir estas inquietantes semejanzas no hay más que comparar a Gadafi con Berlusconi o a Ben Ali con Camps: la diferencia es que los magrebíes ya se han hartado de sus dirigentes mientras que los italianos o los valencianos todavía los reeligen con indulgencia plenaria.
Enrique Gil Calvo (el País 21/02/2011)
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